FUTBOL
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MHS:Ricardo Braun@4:901/1@TEMP to
All on Mon Feb 23 07:11:00 1998
De: Ricardo Braun 4:901/124
Fecha:18 Feb 98 15:31:00
Hola Todos!!
No tengo idea de donde saqu‚ este texto. Ser Alzehimer (o como se llame),
pero cada vez que lo leo, lloro de risa. Me parece uno de los cuentos
mas geniales que he le¡do. Me hace acordar a un cuento de Cortazar
sobre un boxeador, que tampoco recuerdo el t¡tulo.
Mi pedacito de corazon charr£a me lo hace a£n mas divertido.
Es lectura obligada para los amantes del f£tbol.
Disculpen que la correci¢n de los acentos, llega hasta la mitad y lo hice
de apuro.
Wilmar Everton Carda¤a, n£mero 5 de Pe¤arol
de Roberto Fontanarrosa
-------------------------------------------------------------------
Porque yo lo conoc¡ a Carda¤a. Y porque lo conoc¡ a Carda¤a
puedo afirmar que mucho se equivocan aquellos que juzgaron o
juzgan al spero centrehalf pe¤arolense a trav‚s de la imagen
recogida en los campos de juego.
Yo s‚ que es dif¡cil imaginar, suponer, adivinar, una
personalidad tierna y sensible escondida tras la carnadura hosca y
prepotente del capit n de los aurinegros. Yo entiendo que no es
sencillo intuir el gesto amable o la frase cordial en un hombre
que hizo del encontronazo cruel, la pierna arriba o el gesto
acerbo, una marca personal e indeleble a lo largo de su prolongada
campa¤a. A lo sumo, admito, era factible entrever en el la
grandeza, el coraje y una hombr¡a de bien reconocida incluso por
aquellos que fueron sus v¡ctimas, encarnizados rivales o
detractores.
Pero yo lo conoc¡ a Carda¤a y creo que fu¡ uno de los pocos
privilegiados que pudo compartir su c¡rculo ulico, cimentado en
el respeto mutuo y los afectos sobreentendidos. Y fu‚ ese respeto,
ese sobreentendido. el que me permiti¢ ser testigo de un hecho, de
una an‚cdota, que echa por tierra el equivocado concepto de
considerar a Wilmar Everton Carda¤a como un mero cacique hura¤o,
un r¡spido patr¢n de la media cancha, temido y evitado por los
rivales. Cuantas veces el insulto hiriente, el ep¡teto injusto, el
c ntico soez, cay¢ desde la grader¡a rival sobre la humanidad
generosa de mi amigo! Sin duda alguna, muchos de aquellos que ayer
desgranaron los mas pesados e injuriosos improperios contra Wilmar
Everton Carda¤a se sentir n inc¢modos o arrepentidos al finalizar
de leer esta nota que revela la otra cara del ¡dolo deportivo.
Cuanta nobleza habitaba el pecho inconmensurable de Wilmar! Cuanto
valor c¡vico pod¡a esconderse bajo el glorioso n£mero cinco
prendido a la mirasol pe¤arolense, ya fuera sobre el c‚sped del
Estadio Centenario, en cualquier campo de la vecina Buenos Aires,
o en la grama misma de tantos y tantos estadios brasile¤os donde
los fr giles y siempre pusil nimes morenos le tem¡an como a una
figura mitologica!
No por nada, mi amigo y colega Pablo Aladino Puseya,
inolvidable periodista, desaparecido ya, que supo firmar sus
columnas en "El Tero Alerta" de Rocha con el ingenioso pseud¢nimo
de "Banderin de Corner", bautiz¢ a Carda¤a como "El Hombre". As¡,
a secas, con may£sculas, porque supo advertir en Carda¤a al
luchador indoblegable, al deportista cabal de verguenza invicta,
mas alla de la circunstancial controversia sobre un puntapi‚ a
destiempo o una fractura expuesta. Tiempo despu‚s, algun p¡caro
modific¢ el apelativo para extenderlo a "El Hombre de Roble", lo
que, en s¡, parec¡a configurar un elogio a la incre¡ble solidez de
sus piernas ligeramente chuecas, pero que en verdad escamoteaba la
verdadera intenci¢n del apodo, que aproximaba a Cardan¤a a la
infame condici¢n de "tronco". Lo avieso de la maniobra lo
certifica el hecho de que esta deformaci¢n de su apodo fue
adaptada velozmente por los seguidores de Nacional. Y no quedo
alli la cosa, porque despues de aquel desgraciado incidente con
Fanego (el veloz punterito de Huracan Buceo que se destrozara una
clavicula contra el alambrado olimpico en un cruce fortuito con
Carda¤a) parte de un periodismo no propiamente imparcial, paso a
llamarlo "El Hombre de Neanderthal". Quisiera que esta anecdota,
que puedo contar dado el particular contacto que tuve con el
caudillo indiscutible de Pe¤arol, eche algo de luz sobre la
"leyenda negra" que sobre el se derramara desaprensivamente. A
mucho tiempo de los hechos, pienso que el mismo Carda¤a, refugiado
hoy en la paz y el reposo de su hogar en Treinta y Tres, me
perdonara que refiera lo ocurrido en circunstancias de aquella
historica final del 54, tema que el, por pudor y humildad, jamas
quiso develar. Puede que el relato aporte tambien nuevas
referencias a los amigos tangueros, ya que lo sucedido en torno a
esa final inolvidable fue inmortalizado en un tango que,
precisamente, lleva por nombre "La numero cinco". La anecdota
revelara que el titulo de la pieza se refiere a la casquivana
pelota de futbol, y no al numero que luc¡a la camiseta de Wilmar
Everton Carda¤a sobre sus dorsales, ni al que identificaba (este
fue un rumor poco serio y malintencionado) a una damisela
aspirante al trono de "Miss Paysandu" y por quien, dicen,
suspiraba el inspirado compositor de tangos.
Aquella ma¤ana del 3 de noviembre de 1954 llegu‚ al hotel
Olinto Gallo, donde se alojaba habitualmente el plantel de
Pe¤arol, palpitando encontrarme con un clima de nervios y tensi¢n,
acorde con la magnitud del gran encontronazo final con el cl sico
enemigo de todos los tiempos: Nacional. Hab¡a una efervescencia
formidable en Montevideo y los tamborines de la murga "Los que
pelan la chaucha" no hab¡an dejado de atronar el barrio de La
Tumba en toda la noche. Sin embargo, me hall‚ con un grupo de
muchachos --jugadores, tecnicos y dirigentes-- departiendo
mansamente luego del desayuno, al parecer olvidados de la
proximidad de la justa. Pero esa primera impresi¢n fue efimera.
Algun gesto falso, ciertas torpezas en los movimientos, un par de
respuestas destempladas o el rechinar penetrante de algunas
dentaduras, denotaban el crispamiento interior, el desgarro
insoportable de la espera.
Pregunt‚ por Carda¤a y me contestaron que el recio capitan se
hab¡a retirado a su habitaci¢n luego de merendar. Sub¡ a su pieza,
con la familiariedad que me confer¡a su actitud amistosa hacia mi,
y me invito a pasar con un gru¤ido. Wilmar Everton Carda¤a era
hombre de pocas palabras, muy pocas, como todo hombre criado en el
campo, entre vacas y animales poco propensos al dialogo. Creo que
hasta ese d¡a --y ya llevabamos mas de dos a¤os de amistad--, solo
le hab¡a contabilizado nueve palabras, monosilabicas en su
mayor¡a. Y vale la pena consignar que mas de la mitad de ellas las
hab¡a gastado en una sola frase, previa a otro partido importante,
cuando levantandose imprevistamente de una tertulia, anuncio:
"Permiso, voy a ir al ba¤o". Era asi, directo, franco, hombre de
llamar al pan, pan, y al vino, vino, y no pod¡an esperarse de el
frases grandilocuentes o inflamados discursos. De mas esta decir
que era la tortura de los periodistas radiales quienes, mas de una
vez, debieron quitarle los auriculares sin haber obtenido de el ni
un dato, ni un nombre, ni una fecha. Encontre a un Carda¤a
taciturno y cariacontecido, cosa que atribui a la resposabilidad
del partido de la tarde. En aquella epoca no hab¡an proliferado
las lineas de ropa deportivas; por lo tanto, en las
concentraciones, los players usaban sus propios atuendos a veces
de gustos caprichosos o discutibles. Carda¤a llevaba puesto un
saco marron, colocado al reves, o sea, con la pechera sobre la
espalda, lo que lo hac¡a parecer sujeto por un chaleco de fuerza.
--Es por el pecho-- me dijo, se¤alandose el cuello. Yo sab¡a
que sufr¡a de severas anginas de pecho. El cigarrillo --aquellos
cigarritos negros "Barbudas", de la epoca, que sol¡a lucir detras
de la oreja durante los partidos-- le hab¡a instalado una tos seca
en el pulmon derecho y una tos convulsa en el izquierdo. Parec¡a
mentira que un hombre que fumaba como el, casi siete etiquetas por
d¡a, pudiese tener ese despliegue incesante y depredador en el
campo de juego. Cuantos jugadores de hoy en d¡a, con los tan
mentados y publicitados sistemas de entrenamiento, dietas
especiales y cuidados dignos de una odalisca quisieran poseer
aquella inagotable capacidad f¡sica que acreditaba Carda¤a, aun
considerando sus excesos y descuidos! Cuantos de los se¤oritos de
hoy en d¡a, atentos siempre a sus peinados y manicuras, se
hubieran atrevido a mostrarse a la prensa en saco de calle vuelto
del reves, camiseta musculosa debajo y pantalon pijama, sin temor
a ser el hazmerreir o al escarnio!
En la misma habitaci¢n de Carda¤a estaba Nelson Amadeus
Farragudo, aquel implacable marcador de punta, el del gol ag¢nico
al Wanderers en el 49, de sombrero de fieltro sobre los ojos,
tomando mate. Le dec¡an "El Buitre" Farragudo, no solo por la
nauseabunda peladura de su cuello, sino porque, cual la conocida
ave carro¤era, era quien ca¡a sobre los restos de las victimas de
Carda¤a, cuando este recib¡a a los delanteros rivales por el medio
de la cancha. Por la mustia actitud de Farragudo --mitigaba el
sonido del mate cubriendose la cabeza con una toalla-- comprend¡
que algo no andaba bien en mi amigo, su compa¤ero de pieza, el
legendario centrehalf pe¤arolense.
Por si no lo he dicho, Wilson Everton Carda¤a ten¡a una cara
de rasgos grandes, muy marcados. Las cejas, negras y pobladas, se
juntaban sobre el puente de la nariz. Los ojos, sin ser bellos,
eran saltones y parec¡an querer fugarse por debajo de unos
parpados gruesos, de piel porosa como la de los citrus. La nariz
era prominente, larga, carnosa, de aletas amplias. La boca se
abultaba bajo el bigote generoso y se alargaba hacia los costados,
pareciendo que las comisuras profundas pod¡an alcanzar los peludos
lobulos de las orejas, tambien enormes. Entre estos lobulos y la
boca, sin embargo, se interpon¡an dos ondonadas como tajos,
arrancando desde los pomulos protuberantes para bajar y delimitar
con claridad el menton avanzado y desfiante. Daba la impresi¢n de
que uno pod¡a tomar esa porci¢n inferior de la cara, por aquellos
surcos que part¡an de las mejillas, y quitarla de all¡, como si
fuese un aditamento pl stico removible. Hab¡a en ese rostro algo
perturbador y obsceno pero, al mismo tiempo, sobrecogedor. Era
como contemplar un fiordo inmemorial, un precipicio de roca
desnuda, el magma primigenio. Era asomarse al inicio de la
naturaleza. Y ese rostro, aquel d¡a, estaba transfigurado.
Consciente Carda¤a de que yo hab¡a percibido ese clima extra¤o
y dislocado, fue hasta una comoda y saco algo de uno de los
cajones. Pronto se me acerco con la facilidad que le daba nuestra
confianza mutua, y me extendio una hoja de papel azul.
--Es una carta-- me aclaro.
Lei la carta y, en ella, con una letra despareja, salpicada de
errores ortograficos, dec¡a: "Soy casi un ni¤o y, desde hace mucho
tiempo, me hallo encerrado en una oscura sala del Hospital Mu¤oz.
Padezco de un mal reversible y, por eso mismo, no estare el
domingo en el estadio para alentar al glorioso Pe¤arol. Si no es
mucho pedir, me har¡a muy feliz tener en mis manos la pelota con
que se juege el encuentro, firmada por todo el plantel mirasol. Si
es necesario pagar, adjunteme la factura, que oblare gustoso con
dinero que he ahorrado privandome de la medicaci¢n. Suyo, Jose
Petunio Invenianto, cama 747."
Confieso que termine de leer aquella carta con los ojos
nublados por el llanto. Cuantos purretes de hoy en d¡a,
deslumbrados por el artificio de la tecnolog¡a y la banalidad de
la computaci¢n, ser¡an capaces de solicitar a su idolo deportivo
el humilde y significativo obsequio de una pelota? Cuantos ni¤os
de la actualidad, enga¤ados por la urgencia de una sociedad que no
sabe de la pausa para la charla amable o la reflexi¢n, tendr¡an la
delicada paciencia de solicitar la pelota para "despues" del
partido y no para "antes" del mismo, con todos los inconvenientes
que esa voracidad podr¡a provocar en la popular justa? Pero mi
sorpresa fue inmensa y total cuando alce los ojos. Alli, delante
mio, Wilson Everton Carda¤a, "El Hombre", "El Capitan Invicto",
"El Hacha" Carda¤a estaba llorando. Aquel que hiciera callar de un
solo chistido a 150.000 brasile¤os aterrados en el estadio
Pacaembu, cuando la final de la Copa Roca! Aquel que se baj¢ los
pantaloncitos y el canzoncillo punz¢ para mostrar sus test¡culos
velludos, uruguayos y celestes a la Reina Isabel en el mism¡simo
estadio de Wembley! Aquel que ya a los ocho a¤os quebrara en tres
partes el tabique nasal a su porfesora de musica en la escuelita
sanducense... estaba llorando! Esta cartita escrita sobre el burdo
papel azul por aquel botija preso en la fr¡a sala del Hospital
Mu¤oz hab¡a hecho el milagro de ablandar el coraz¢n, en apariencia
fiero, del granitico centrehalf de Pe¤arol y la selecci¢n
uruguaya.
No abundar‚ en detalles ni ceder‚ a la tentaci¢n period¡stica
de recordar los avatares de aquel partido memorable que termin¢
con el resultado por todos conocido. Calle la historia por mi
presenciada en la habitaci¢n de Carda¤a, por pudor y por
prudencia, consciente de que no saldr¡a de mis labios ese relato,
como as¡ tampoco de los del "Buitre" Farragudo, austero en su
vocabulario como en su manejo del bal¢n.
El lunes, al d¡a siguiente del encuentro, acud¡ al Hospital
Marcelo Mu¤oz, a ser testigo del final de la historia. Esperaba
hallar alli tan solo a Carda¤a pero cuan grande ser¡a mi sorpresa
al ver a las puertas de nosocomio el plantel ¡ntegro de Pe¤arol,
algunos a£n con la camiseta puesta bajo el saco, deseosos de
cumplir con el pedido postal! Y lo increible, lo conmovedor, es
que no se hab¡an reunido alli por un acuerdo previo o concertado.
Uno a uno, por su propia cuenta, con la misma coordinaci¢n que
pon¡an en el campo de juego para implementar la ley del off-side o
presionar a un juez de l¡nea, hab¡an llegado hasta el Mu¤oz para
acompa¤ar al capit n en la entrega del preciado regalo! ¨Cuantos
planteles de la actualidad, ahitos de dinero y fama f cil, ser¡an
capaces de repetir aquella escena, aquella convocatoria, llevada a
cabo por hombres simples y cabales, deportista que no conoc¡an los
devaneos en torno a contratos fabulosos ni los desplantes
exigentes por unas cuantas monedas de oro, antes de comenzar algun
encuentro?
Y entonces fue el sinceramiento. Ante esa presencia masiva y
espontanea, frente a tanta humanidad enternecida, Wilson Everton
Carda¤a no aguanto mas y lloro como una criatura. Lo segui yo y
luego el plantel. LLoramos abrazados sin avergonzarnos de los
facultativos que nos miraban con cierta curiosidad o de los
transeuntes que acertaban a pasar por el lugar. Algun periodista,
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mal periodista, arriesgo luego la mezquina versi¢n que el plantel
de Pe¤arol lloraba aun el lunes la ignominia de la abultada
derrota, soslayando el hecho irrefutable de que se trataba tan
solo de un acto de amor y desprendimiento. Cuantos periodistas de
hoy en d¡a, mercenarios que ponen su pluma al servicio de quien
mas paga, habr¡an hecho exactamente lo mismo que aquel sicario de
la prensa amarilla!
Desahogados en parte, pero aun tr‚mulos por lo tocante de la
escena, pudimos seguir rumbo a la sala 2, media hora mas tarde.
Adelante, Carda¤a, con la n£mero cinco entre sus manos enormes.
Atr s, yo y el plantel, encolumnados en un remedo de la tantas
veces repetida entrada a la cancha.
Y quiero ser cauteloso al narrar lo que sucedi¢ despu‚s, ya
que tuvo ciertos rasgos sorpresivos e inesperados. Como as¡
tambien advertir al lector que mi fidelidad al relato me obliga al
uso de palabras que no son de mi predilecci¢n, a pesar de ser
moneda corriente en la v¡a publica.
Fue casi simultaneo entrar en la sala 2 e individualizar al
peque¤o que hab¡a solicitado el obsequio. Tendr¡a doce, trece a¤os
y, cubierto por un camison blanco de tela basta, se hallaba de pie
sobre su cama, expectante, mirando hacia la puerta como si nos
hubiese adivinado. Tal vez el revuelo de enfermeras y doctores lo
alerto, quizas la intuici¢n infantil, o tal vez el hecho de que,
nosotros, nos acercabamos cruzando los largos y umbrosos pasillos
cantando la Marcha del Deporte. Parecio no dar credito a lo que
ve¡an sus ojos, las pupilas se le empa¤aron y comenzo a temblar
como atacado por la fiebre. Impresionado, Carda¤a se acerco a el y
le entrego la pelota firmada por todos. El pibe la miro, nos miro
a nosotros, volvio a mirar la pelota, nos volvio a mirar a
nosotros y finalmente grit¢:
--Hijos de puta! ¨Como pueden perder con eso chotos de
Nacional?
Confieso que nos quedamos estupefactos, helados por lo
sorpresivo de la agresi¢n.
--¨Como carajo puede ser que esos putos nos hagan cuatro
goles?-- sigui¢ gritando el imberbe, ya absolutamente desaforado,
roja la cara, las venas del cuello tensas, como a punto de
estallar--. Hijos de mil putas! Troncos de mierda! Metanse la
pelota en el culo!
Y, acto seguido, arroj¢ el balon al rostro de Carda¤a,
estrell ndolo contra su nariz. V¡ palidecer al capitan y tem¡ lo
peor.
--Vendidos!-- segu¡a, para colmo, el botija-- Se vendieron
como unos miserables! Cuanta guita les pusieron para ir para
atras, guachos de mierda?
Vi a Carda¤a dar un paso hac¡a el muchacho y supe que no
podr¡a contenerlo.
-Cagones!--vocifer¢ el chico, empinandose hasta caer, casi,
de la cama--. Maricones! Vayan a trabajar, ladrones!
Advert¡, en el £ltimo instante, el brillo asesino de tigre en
los ojos de Carda¤a, el mismo que hab¡a apreciado tantas veces en
las inmediaciones del area, y supe que atacaba. Se lanzo con los
dos pies hacia adelante en la temida "patada voladora" y alcanzo
al muchacho en pleno torax, de la misma forma que puso fin a la
carrera de Alberto Ignacio Murinigo, el prometedor numero nueve
del River Plate. Cayeron los dos del otro lado de la cama y, sobre
ellos, se abalanzo una docena de enfermeros que se hab¡an acercado
atraidos por los gritos del botija.
Salimos destrozados del Mu¤oz. Los muchachos de Pe¤arol,
heridos hasta lo mas recondito por la injusticia de los agravios
recibidos. Yo, por lo estremecedor de la escena presenciada.
Al d¡a siguiente, un m‚dico de guardia me inform¢ que el chico
ten¡a cuatro costillas fisuradas, lo que obligar¡a a prolongar su
internaci¢n seis meses mas. Tambien me dijo que el botija padec¡a
de una calvicie irreversible, y que hab¡a solicitado permanecer
internado a los efectos de no concurrir a una escuela t‚cnica que
detestaba. Que era un buen chico, en verdad muy hincha de Pe¤arol
y que, meses atr s, se hab¡a hecho regalar un planeador firmado
por un diestro del volovelismo que hab¡a batido un record
sudamericano.
Muy pocos conocen esta an‚cdota, ya que una conjura de
silencio se cerni¢ en torno a ella. Yo me abrigu‚ en el secreto
profesional para no revelarla. El plantel de Pe¤arol call¢ el
suceso por un natural prurito del deportista derrotado y en cuanto
al agresivo muchacho, tengo informaci¢n de que aun sigue en el
mismo hospital, aunque ahora con el cargo de "jefe de enfermeras".
Wilmar Everton Carda¤a siguio jugando, desparramando coraje y
sangre charr£a en cuanto campo de juego le toco en suerte asolar.
Sigui¢ acrecentando su fama de guapeza y virilidad sin limites.
Sigui¢ mostrando, en suma, una sola de sus dos caras o facetas: la
del en‚rgico, petreo y filoso centrehalf de los de aquellos
tiempos.
Apenas un pu¤ado de sus mas ¡ntimos guarda, como un tesoro, el
secreto de aquellas l grimas que supo derramar ante el conmovedor
y sencillo pedido de un ni¤o.
(dedicada al compa¤ero Alvaro Tuzman, hincha de Pe¤arol.
Ricardo Braun
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